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EL MERCADILLO DE LAS RELIGIONES


Nuestro mundo ha encogido de una manera asombrosa en las últimas décadas. Cuando me establecí en España, hace unos treinta años, conocí a personas en las Alpujarras de Granada, en los montes de Lugo o en aisladas poblaciones de la provincia de Palencia, que me aseguraron que nunca antes habían conocido a un extranjero. En aquel entonces, aún era cierto que para mucha gente los límites del término municipal eran las fronteras de su mundo conocido. El pueblo de al lado era un lugar distante. Ir a la capital de la provincia era una proeza. Y emigrar a Madrid o a Barcelona — digamos a Francia o a Alemania!— era una heroicidad, una locura sólo explicable a causa de la acuciante necesidad de encontrar trabajo. La televisión, sin embargo, ya había comenzado a derribar fronteras. En las ciudades, las familias acomodadas ya tenían televisor propio. En el campo, la gente acudía al bar del pueblo para verla. Poco a poco se estaban acostumbrando a conocer otros países, a exponerse a otras culturas y mentalidades, y a escuchar una variedad de opiniones. Antes la gente sabía, en teoría, que en otras naciones las creencias eran diferentes: que en el norte de Europa había protestantes, en el norte de Africa musulmanes, y otras religiones por otras partes del mundo. Sin embargo, sólo una pequeña minoría tenía contacto directo con otros lugares y con otras culturas. En consecuencia, los únicos aires filosóficos, ideológicos y religiosos que se respiraban eran los del pueblo. Era normalísimo seguir confiando en lo de casa y pensar que todos los demás eran herejes, gente necia o atrasada. La normalidad consistía en ser católico, apostólico y romano, y casi todo el mundo lo era (en España, quiero decir).

¡Qué diferente es la sociedad de hoy! A través de los medios de comunicación, el mundo entero ha entrado en casa. Todos nos hemos convertido en viajeros. Hemos estado en Bosnia y en Ruanda. Hemos asistido a sesiones de la Duma o del Congreso norteamericano. Y, si bien es cierto que las noticias nos llegan filtradas por los criterios de la prensa y de la "corrección política" del momento, y aunque nuestra perspectiva sufre las correspondientes distorsiones, ¿quién duda de que nuestros horizontes se han ensanchado? Además, estamos viviendo los primeros momentos de la revolución informática. Es previsible que, de aquí a poco, todos estemos conectados a "internet", a través del cual tendremos acceso a opiniones de todos los colores. Mientras tanto, ya empezamos a palpar que no somos solamente ciudadanos de un pequeño pueblo, o de una ciudad, o de un país. Ni siquiera pertenecemos sólo a Europa, sino que compartimos nuestra suerte con el mundo entero. Con esto vamos descubriendo otra cosa: que lo que aceptábamos como normativo en materia religiosa, ya no lo es tanto; porque día tras día vemos a otras gentes que consideran que sus creencias son la norma y que las nuestras son la exótica excepción.

Sigue siendo cierto que la mayor parte de nuestros vecinos —quizás por comodidad, por pereza intelectual o por intereses sociales— se conforma con el status quo tradicional. Pero, debajo de esta fachada de conformismo eclesiástico, se esconde un mar de incredulidad, de incertidumbre y de relativismo en cuanto a conceptos religiosos.

Por eso, muchas veces oímos decir: Yo soy católico romano... pero a mi manera. Normalmente, la persona que habla así quiere decir que, por razones sociales, sigue cumpliendo con las formas externas del catolicismo —se casa por la iglesia, bautiza a sus hijos, hace que hagan la primera comunión y espera ser enterrado con una ceremonia religiosa y que el cura oficiante le llame hermano nuestro y pida a los ángeles que vengan a recibir su alma y a conducirle al paraíso—; pero, en el fondo, es escéptico, no sabe lo que cree ni le interesa demasiado conocer lo que, como buen católico, debería creer.

A través de los medios de comunicación hemos aprendido que, de haber nacido en otros países, probablemente practicaríamos otras religiones. Si hubiéramos nacido en Afganistán, seríamos musulmanes y nuestra gran lucha ideológica sería la de decidir entre solidarizamos con los talibanes o seguir una interpretación más moderada de islam. De haber nacido en Suecia seríamos luteranos. De haber nacido en algún país comunista, probablemente seríamos ateos.

La religión que profesamos, entonces, aparentemente es cuestión de un accidente de nacimiento. Esta percepción nos conduce a otras consideraciones: si crees íntimamente que sólo eres católico porque has nacido en España y que serías hindú de haber nacido en la India, ya no caben dogmatismos ni actitudes intolerantes. Toda la cuestión religiosa te parecerá relativa. Ya no se trata de si cierta religión es verdadera o falsa, sino, como mucho, de si te va o no. Ya no es cuestión de enviar a misioneros para evangelizar América, Africa o Asia, sino de aceptar que todas las religiones son buenas, que todas tienen cosas que enseñamos y todas conducen a Dios. Lo importante es ser sincero y auténtico. El contenido de tu credo sólo tiene un interés relativo. Todo lo cual hace que, a efectos prácticos, la gente piense que creer o no en Dios, creer en el Dios revelado a través del Señor Jesucristo o creer en otra deidad, es de poca importancia.

Como consecuencia, nuestros contemporáneos viven la vida a su manera sin tener en cuenta a Dios. Tratan toda manifestación religiosa con cierto distanciamiento, con una buena dosis de agnosticismo, escepticismo o cinismo. Pero ellos mismos no se atreven a definirse. Ni siquiera como ateos. No se comprometen con la iglesia, pero tampoco renuncian a llamarse cristianos. No se mojan, pero procuran guardarse las espaldas. Por si acaso existe un ser supremo, mejor no rechazar totalmente el concepto de Dios; pero no interesa saber nada acerca de la realidad de Dios, porque esto sería llegar a extremos rayanos en el fanatismo y la intolerancia. Si Dios llega a ser una realidad para ti, estás a un solo paso de decir que le conoces; si le conoces, podrías descubrir cómo es; y si defines cómo es, acabarás diciendo que todas las otras versiones de Dios que circulan por ahí no pueden ser ciertas. Acabarás cometiendo el pecado imperdonable de nuestra generación: el de la "intolerancia".

De hecho, la persona que dice que todas las religiones son iguales demuestra no haber estudiado mucho el tema, porque las religiones mismas no se ponen de acuerdo entre sí. Ni siquiera se ponen de acuerdo en cuanto a la existencia, la personalidad y las características de Dios. Algunas parten de la base de un ser supremo, creador de todo; otras lo desconocen. Algunas hablan de este Dios como si tuviera personalidad; otras como si fuera una fuerza impersonal. Algunas creen en muchos dioses; otras afirman que hay un solo Dios y que los demás "dioses" son falsos. Las que creen en un Dios único y personal no se ponen de acuerdo en cuanto a cómo es su carácter, ni mucho menos en cuanto a cómo podemos los seres humanos relacionarnos con él. Algunas dirían que, para conocer a Dios, basta con incorporarse a sus filas como prosélito y cumplir con sus ceremonias cultuales; otras dirían que el ser humano no puede conocer a Dios sin sufrir una radical transformación moral y espiritual y "ser salvo".

Sí. La persona que afirma la igualdad de las religiones comete un error tan abultado que uno sospecha que se refugia detrás de él para no tener que molestarse en investigar el tema. Algo semejante le pasa a la persona que dice que las religiones se parecen entre sí por cuanto todas ellas son proyecciones de inquietudes, aspiraciones, ideas o sentimientos humanos y, por lo tanto, no son más que fabricaciones de la fértil creatividad humana. Es una idea conveniente para todo aquel que no quiere creer ni comprometerse con ningún credo, porque se trata de una idea difícil de refutar o de demostrar, descalifica de antemano el testimonio de aquellos que dan fe de la realidad de Dios y evita que el incrédulo tenga que confrontar la posibilidad de un encuentro con lo trascendente.

Vivimos, pues, en un mundo de miras amplias, tolerante y pluralista, pero también en un mundo cínico y hedonista, que ve que ya no es sostenible la confianza en la superioridad de ciertas creencias sólo porque son "las de mi pueblo de siempre"; pero que no ha sabido llenar el vacío que aquellas creencias caducas han dejado en nosotros excepto con los pobres placeres efímeros de las diversiones modernas. Por aquello de la ley del péndulo, estamos empezando a ver evidencias de un movimiento en sentido contrario: algunos, precisamente por sentirse vacíos, están intentando resucitar formas de la vieja espiritualidad. Pero uno sospecha que este renovado interés en lo espiritual —al menos hasta la fecha y según lo que yo he podido observar— no deja de ser superficial, por no decir trivial. Es como si la gente, preocupada por su pérdida de identidad y desorientada a causa de la falta de valores morales y espirituales, se conformara con unas simples manifestaciones de religiosidad supersticiosa. Se sienten enfermos, pero se limitan a ponerse tiritas cuando el cáncer que sufren requiere un tratamiento a fondo. Así, vemos el resurgir de las procesiones de Semana Santa en muchas partes de España juntamente con otros brotes de los aspectos más folclóricos de la religión popular. Por otro lado, son cada vez más las personas que, aun burlándose de la religión convencional, se entregan a las formas más sensacionalistas de ocultismo. Hoy en día, casi da la impresión de que se cree más en el diablo que en Dios. La gente no acude a la iglesia, pero sí al horóscopo. En las mesas redondas de la televisión no suele haber representación del clero —el padre Apeles es (¿era?) una excepción que sólo sirve para confirmar la regla—, pero sí invitan a brujos y curanderos. Prospera la Nueva Era —que no es más que el resurgir de las viejas supersticiones— mientras que sigue habiendo en nuestro país una profunda ignorancia de la fe una vez dada a los santos.

En medio de este panorama, ¿qué debe hacer la persona sincera que desea investigar y saber si es posible conocer a Dios?

Francamente, lo tiene difícil. El mundo de las religiones se ha convertido en una especie de mercadillo ruidoso en el que todos los vendedores gritan que sus productos son los mejores. Imaginemos un gran mercado lleno de puestos en que sólo se venden manzanas, pero de diferentes tipos en cada puesto. Hay manzanas rojas, amarillas y verdes; manzanas grandes y manzanas pequeñas; las hay de gran calidad y las hay baratas; las hay arrugadas y picadas (pero con la garantía de ser el resultado de un riguroso sistema de cultivo ecológico) y las hay hermosas y relucientes (producto de la manipulación genética y el cultivo químico); las hay de diferentes sabores, desde el más dulce hasta el más amargo... Una enorme variedad de colores, tamaños y gustos, pero todas son manzanas. Y en cada puesto el vendedor pretende convencernos de que sus manzanas son las más sanas, las más sabrosas y las más auténticas, mientras que las del vecino de al lado son malas. Así pasa con las religiones. Excepto que, en nuestro país, hay una que tiene el hipermercado de las manzanas —de hecho, hasta hace poco había conseguido el monopolio—, y las demás sólo tienen puestos modestos. Las apariencias engañan, y son muchos los que se dejan deslumbrar por ellas. Pero mira bien las manzanas que venden en el hipermercado y verás que no son ni mejores ni más baratas que las del mercadillo. Pero, en fin, un hipermercado es un hipermercado. Tiene más empaque social.

¿Qué hacer, pues?

Algunos lo tienen daro. Entran en el mercadillo, ven el panorama y vuelven a salir disgustados. Nunca más probarán una manzana en toda su vida. Se vuelven escépticos y amargados. Todas las religiones son malas, hipócritas, interesadas o irracionales. No se dan cuenta de que es un tanto infantil hacer pasar a todas por el mismo rasero. Las inconsecuencias de algunas no demuestran la inconsecuencia de todas. Y, en todo caso, darse por vencido no sirve para contestar a las preguntas fundamentales de la vida: ¿quién soy yo? ¿por qué estoy aquí? ¿cuál es el propósito de mi existencia? Quien se aleja del mercadillo disgustado se condena a sí mismo a vivir sin respuestas.

Otros, la gran mayoría, aturdidos, optan por comprar manzanas en el puesto donde antes compraban sus padres. Dicen: Si esta religión valía para ellos, valdrá también para mí. A lo mejor escuchan la opinión de los que dicen que la "manzanería comparativa" es una asignatura de muy alto vuelo, asequible sólo para algunas pocas mentes privilegiadas (¡doctores tiene la iglesia!), y mejor dejar la selección de las manzanas en manos de los expertos. (Dato curioso: casi siempre son los dueños del hipermercado los que emiten esta opinión. ¿Podría ser porque tienen algún interés en ello?) Así, éstos se ahorran la necesidad de utilizar su propio raciocinio y se entregan al inocuo oscurantismo de la tradición.

Pero nosotros —insisto—, ¿qué haremos?

Y ahora ha llegado el momento de confesar lo que ya habías llegado a sospechar: ¡yo también soy vendedor de manzanas! Sí. Lo sospechaste cuando hice referencias cáusticas al hipermercado. Dijiste para ti: ¡La típica reacción de un vendedor envidioso! Pongamos, pues, las cartas sobre la mesa. Quiero venderte manzanas. Por si no lo sabías, el texto que estás leyendo pretende persuadirte de que es realmente posible conocer a Dios y de que el único camino autorizado para alcanzar este fin es el evangelio de Jesucristo. Pero permíteme decirte dos cosas más.

En primer lugar, las manzanas que vendo no son mías. No vengo a ofrecerte ninguna religión nueva, sino el evangelio de siempre, el de Jesucristo. Hago mía la actitud de los apóstoles: No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por amor de Jesús; pues Dios, que dijo que de las tinieblas resplandecerá la luz, es el que ha resplandecido en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Cristo ... Por tanto, somos embajadores de Cristo, como si Dios rogara por medio de nosotros; en nombre de Cristo os rogamos: ¡Reconciliaos con Dios! (2 Corintios 4:5-6; 5:20).

En segundo lugar si piensas que el mercadillo de las religiones representa un gran problema para los compradores, ¡ponte en el lugar de los vendedores! A causa de las muchas voces que resuenan en la plaza, todo aquel que busca las mejores manzanas lo tiene difícil; pero los que, habiendo buscado y encontrado las mejores, queremos compartirlas con otros lo tenemos absolutamente crudo.

Tan crudo, de hecho, que nos daríamos por vencidos, desmontaríamos nuestro puesto y volveríamos a casa, si no fuera por dos consideraciones. La primera es que Dios —el Dios real, el que verdaderamente existe, el que no es una fabricación de la imaginación humana sino el Fabricante de ella, el que es tu Creador y te entiende a la perfección, el que ha gobernado tus circunstancias hasta aquí y te ha conducido hasta este momento en que tienes este texto entre manos— es un Dios que busca a la gente. Sí. Según lo que este Dios nos ha revelado, la gran búsqueda de la vida no es, en primer lugar, tu búsqueda de Dios, sino aquella por la cual Dios te busca a ti. Como dice el himno cristiano:

Yo te busque, Señor, mas descubrí
que tú impulsabas mi alma en ese afán,
que no era yo que te encontraba a ti;
tú me encontraste a mí.

Jesucristo dijo en una ocasión: Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque ciertamente a los tales el Padre busca que le adoren (Juan 4:23). De hecho, toda la razón de ser de la encarnación de Jesucristo tiene que ver con esta búsqueda divina. Como él mismo lo expresó: El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que se había perdido (Lucas 19:10).

La segunda consideración es ésta: puesto que Dios te ha creado y te conoce perfectamente, no sólo sabe salir a tu encuentro de la manera más adecuada, sino que también ha puesto en ti aquellas facultades racionales, intuitivas y espirituales que mejor pueden ayudarte en tu búsqueda. Dijo el sabio Predicador, hijo de David: Él ha hecho todo apropiado a su tiempo; también ha puesto la eternidad en sus corazones (Eclesiastés 3:11). 0 sea, hay algo en nosotros que aspira a la trascendencia y a la eternidad. No nos conformamos con una mera existencia animal. Y esto proviene de Dios mismo, quien ordena nuestras circunstancias para que nuestras aspiraciones fructifiquen en el momento idóneo.

Algo de la misma idea lo encontramos en la gran predicación del apóstol Pablo ante los eruditos de Atenas: El Dios que hizo el mundo y todo lo que en él hay ... hizo todas las naciones del mundo para que habitaran sobre toda la faz de la tierra, habiendo determinado sus tiempos señalados y los límites de su habitación, para que buscaran a Dios, si de alguna manera, palpando, le hallen, aunque no está lejos de ninguno de nosotros; porque en él vivimos, nos movemos y existimos (Hechos 17:24-28). En otras palabras, Dios ha fijado nuestras circunstancias con el fin expreso de asistimos en nuestra búsqueda, deseando que le hallemos.

Por lo tanto, podemos contar con que el Espíritu Santo de Dios nos guíe a la verdad y nos oriente en medio de la confusión de la plaza. Como dijo Jesucristo: Cuando venga el Consolador, convencerá el mundo de pecado, de justicia y de juicio ... Cuando el Espíritu de verdad venga, os guiará a toda la verdad (Juan 16:8, 13).

Todo esto quiere decir que podemos emprender nuestra búsqueda con cierta garantía de éxito. No estamos solos. El mismo Dios a quien buscamos nos ayudará en la búsqueda.

Así las cosas, ¿cómo es que no todos le encuentran? Si todos tenemos aspiraciones de eternidad y Dios mismo sale a nuestro encuentro, ¿no tendría que ser hallado por todo el mundo?

Las razones tienen que ver con el carácter santo de Dios y con la finalidad de nuestra búsqueda. Las exploraremos con mayor detalle más adelante. Por el momento, nos limitaremos a las escuetas consideraciones siguientes.

El Dios con quien queremos encontramos es nuestro Creador y Señor. Quien quiere entablar una relación personal con él, tiene que saber que entrará en la preséncia de un ser tres veces santo, nuestro juez legítimo y dueño absoluto. Por lo tanto, no puede llegar de cualquier manera:

— El camino que conduce a Dios es un camino de adoración y obediencia, sencillamente porque él es eso: nuestro Dios y Señor. En vano le buscamos si, en nuestra búsqueda, no estamos dispuestos a concederle el lugar en nuestras vidas que él se merece como nuestro Dios.

— Es un camino de sinceridad y autenticidad, porque Dios no es un juguete a tomar y dejar a nuestro antojo; por lo cual no será hallado excepto por aquellos que le buscan con sencillez de corazón e intensidad de propósito: Buscarás al Señor tu Dios, y lo hallarás si lo buscas con todo tu corazón y con toda tu alma (Deuteronomio 4:29); Me buscaréis y me encontraréis, cuando me busquéis de todo corazón; (entonces) me dejaré hallar de vosotros (Jeremías 29:13-14). Por eso, Jesús indicó que el camino a Dios sólo sería hallado por una pequeña minoría: Entrad por la puerta estrecha, ... porque estrecha es la puerta y angosta la senda que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan (Mateo 7:13-14).

— El camino a Dios es un camino de arrepentimiento y conversión, porque nos hemos rebelado contra él y vivido a espaldas de su ley y voluntad. Mientras no estemos dispuestos a volver de nuestras rebeldías, someternos a la autoridad de la voluntad divina y seguir la santidad, en vano buscaremos a Dios. Bienaventurados los de limpio corazón, pues ellos verán a Dios (Mateo 5:8).

— Es un camino de humillación y quebrantamiento, porque nuestro orgullo, pecado y egocentrismo se alzan como impedimentos para poder relacionarnos con él. Así dice el Alto y Sublime que vive para siempre, cuyo nombre es Santo: Habito en lo alto y santo, y también con el contrito y humilde de espíritu (Isaías 57:15).

Por lo tanto, el camino del conocimiento de Dios siempre se nos presenta en las Escrituras como un camino de auto-conocimiento, de conversión y de santidad. No podemos aspirar a tener comunión con Dios y, a la vez, aferrarnos a nuestra impiedad e injusticia. El conocimiento de Dios tiene grandes implicaciones morales y espirituales. Los que pierden el camino suelen hacerlo no por falta de evidencias y argumentos racionales, sino por no querer renunciar a su egocentrismo y auto-suficiencia y por negarse a pagar el precio de convertirse y cambiar de vida.

Pongamos dos textos bíblicos como botón de muestra de lo que estamos diciendo. En Isaías 55:6-7, el profeta extiende una gloriosa invitación en nombre de Dios a que todos emprendamos la búsqueda divina: Buscad al Señor mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está cerca. Pero, acto seguido, indica cuáles son las implicaciones morales y condiciones espirituales de esta búsqueda: Abandone el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos. Acercamos a Dios implica alejamos de nuestro egoísmo. No podemos buscar con éxito al Santo mientras nos apegamos a nuestra inmundicia humana. La razón por la que muchos nunca encuentran a Dios, incluso cuando piensan que le han buscado con rigor, es que su búsqueda sólo ha sido intelectual; no han querido afrontar sus ineludibles dimensiones morales y espirituales.

Por eso, Jesús pronunció las siguientes palabras, absolutamente fundamentales para nuestro tema: Mi enseñanza no es mía, sino del que me envió; si alguien quiere hacer la voluntad de Dios, sabrá si mi enseñanza es de Dios (Juan 7:16-17). Al pronunciarlas, sabía que su autoridad espiritual estaba siendo cuestionada. ¿Cómo demostrarla? En vano ofreces pruebas y evidencias si la gente no quiere verlas. En vano razonas si la gente ya ha determinado seguir en sus trece. Todo depende de la disposición del corazón. Si una persona tiene hambre y sed de Dios, si es sincera en su búsqueda y está dispuesta a cambiar y a someterse a las exigencias de Dios, algo dentro de ella le dirá que el camino de Cristo conduce verdaderamente a Dios. Pero, si no está dispuesta a ello, siempre encontrará argumentos y preguntas que le sirvan de excusa para no creer. Y una de las excusas que se emplean con más frecuencia es que existen tantas religiones, filosofías e ideologías, el mercadillo es tan enorme y suenan tantas voces diciendo que tienen las mejores manzanas, que ¡vete a saber cuál de ellas tiene razón!


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"¿Qué debo hacer para ser salvo? Ellos dijeron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo" (Hechos de los Apóstoles 16:30-31)
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